Marti F de Caño Celeste
La conocí el día de la goleada con Almirante. Venía mal el Celeste en el campeonato pero le metimos cuatro pepas en el Beranger y a otra cosa. El partido había empezado chivo, con dominio cambiante, pero entró uno medio de carambola y después, de contra, metimos tres mas, festejamos y cantamos hasta que el último hincha rival llegó a su casa. Nos quedamos en el Club hasta tarde y de ahí nos fuimos al bar de la Estación.
Parábamos siempre ahí y en general conocíamos a todos los habitúes, ellas no lo eran. Estaban las tres sentaditas en una mesa y cuando entramos: “la de siempre”, en un segundo nos miraron, analizaron, catalogaron, evaluaron y decidieron, seguido de lo cual apartaron la vista e hicieron como si nada significativo hubiera sucedido allí adentro, casi como si hubieran entrado cinco linyeras o hubieran corrido cinco muebles hacia adentro del edificio
Primero nos sentamos en la mesa de al lado pero, una cosa llevó a la otra y terminamos los ocho en una sola mesa, charlando y haciéndonos los tontos. En el inicio, todo fue amagues, ellas estaban allí esperando unos amigos que nunca llegaron, nosotros íbamos a buscar unas amigas que tampoco, seguimos con las preguntas genéricas de rigor por parte de ellas y los comentarios intencionados por parte nuestra.
Ninguna de las tres era fea, en rigor a la verdad y en el sentido estricto de la estética, Ella no era la mas linda. Una rubiecita que estaba sentada a mi lado era mucho mas llamativa para el gusto medio, pero yo, ni la miraba. Ella estaba en el medio de las tres, pelo castaño, largo y con rulos, ojos muy redondos con largas pestañas, nariz respingada, grandes pechos que resaltaban mas por una remera bien ajustada al cuerpo que llevaba puesta y una risa fácil y contagiosa. No podía parar de mirarla. Repentinamente, la rubia dijo que estaba apurada, se pararon y se fueron, ni tiempo para preguntarle el nombre, solo alcancé a leerle una pulsera de plata con la leyenda “Marti F”.
Admito que en ese momento lamenté que se fuera tan rápido, pero había goleado el Cele y poco después llegaron el resto de los pibes y comentamos con lujo de detalles, cada jugada, cada gol, cada actuación individual de nuestros jugadores, los cambios que hizo el técnico y, por supuesto la actuación del árbitro el cual, como siempre, nos había bombeado.
Un mes después la volví a ver, me acuerdo bien porque fue el día que casi lo matan al Petardo. Algunos dicen que el Petardo es así porque fuma cualquier porquería, otros porque es borracho, mi teoría es que el pibe está completamente loco. Ese día estábamos en la puerta de la farmacia, haciéndole el aguante a Dany que tenía que comprar unos remedios para la abuela y aparece el Petardo con un paquetito envuelto en papel madera. Conociéndolo no quería ni saber lo que era, pero la pregunta fue inevitable.
-Es un aerosol de pintura Celeste, el Gordo Fiorito le rompió la trompa a un vecino, solo por llevar un banderín de Temperley en el espejito retrovisor, ese sapo me tiene podrido.
Sabía que se venía la locura. El Gordo Fiorito era un matón de dos metros de alto por uno de ancho que andaba siempre buscando problemas. Era uno de los capos de la Barra de Los Andes y desde una paliza que le dieron cuando era chico, odia a todo lo que tenga que ver con Temperley.
-¿Y que vas a hacer con ese aerosol?
-El gordo sapo se compró una cuatro por cuatro colorada, toda cromadita, linda, le puso en las cuatro tasas el escudo de Los Andes y cuando vuelve al mediodía a dormir la siesta, la deja estacionada arriba de la vereda.- El petardo no pudo terminar la frase porque se reía solo.
- ¿Y?
-Voy a saltar desde la casa del vecino y le voy a pintar las cuatro tasas de Celeste. Ni se va a avivar quien fue.
-Tío, vamos que hoy tenemos que ver dos minas, la mía está espectacular y el Pepe me hizo la gamba con la amiga.
El sofá era realmente chico y cuando Dany se ponía de costado para hablar de frente con la rubia, me apretaba contra el otro apoyabrazos. Martina se puso de pie y me preguntó -¿hay otro ambiente aquí?, sin que nadie le conteste caminó hacia la habitación, casi como un autómata y sin demasiada convicción, la seguí y cerré la puerta tras de mi.
Nos sentamos en el borde de la cama y conversamos, ella cambió su actitud y volvió a su simpatía habitual. Extrañamente nuevamente ella fue la que tomó la iniciativa, un mano en mi rodilla. Una cosa llevó a la otra y terminamos enredados en un nudo de piernas, brazos y sexo. Nunca fui un amante experto, ni mucho menos, pero ella la pasó muy bien y yo mucho mejor que ella. Nos interrumpieron un par de veces con golpes en la puerta que en la primera oportunidad ignoramos y en la segunda solicitamos “un ratito mas y salimos”.
Supuse que Dany quería usar la cama pero cuando salimos la rubia estaba con la campera puesta, la cartera colgada del hombro y una mueca de fastidio. Mi amigo era la imagen de la frustración. En el auto, el silencio era denso y luego que se bajaron las chicas, Dany tampoco quiso hablar del tema. Apenas si dijo – Me cortó el rostro-.
Salimos un par de meses. Nos veíamos prácticamente todos los sábados a la noche. Un par de veces el amigo del tío de Dany, al cual yo conocía del barrio, me volvió a prestar la llave del departamento y reeditamos esa noche de pasión. Cada oportunidad era mejor que la anterior. Otras veces salíamos, nos sentábamos en un bar y charlábamos horas enteras. Nunca me cansaba de escucharla reír.
Por distintas circunstancias nos dejamos de ver. El Celeste empezó a jugar el reducido, ella tenía exámenes y no coincidíamos con nuestros tiempos. Creo que pasaron veinte días cuando me empecé a sentir mal. Primero no identificaba que era lo que me estaba sucediendo. Me sentía acelerado, nervioso, no podía estar sentado ni acostado tranquilo, mucho peor que el día anterior a una final o a un partido importante. Entonces me di cuenta, comencé a pensar en ella y mi ansiedad se multiplicaba por mil. La llamé un lunes por la noche y le dije que necesitaba verla con urgencia. Pasamos toda esa noche charlando en el bar y allí, de alguna manera, formalizamos nuestra relación.
Los dos partidos de la semifinal con Chacarita fueron un parto. No fueron penales como en el ’82 pero hicimos el gol en el partido de ida a los dos minutos del primer tiempo y nos mataron a pelotazos tanto en los ochenta y ocho minutos restantes como en los noventa del partido de vuelta, pasamos a la final, sufriendo, de lástima, pero pasamos. Los Andes que le había hecho cinco a Chicago, nos esperaba.
Era un viernes por la noche, justo el día antes del partido de vuelta. En el de ida habíamos empatado uno a uno de local. Fui a buscar a Martina a la casa para acompañarla a Lomas a hacer unas compras. Toqué el timbre y la madre, una mujer obesa con cara de bonachona salió y me dijo que ya le avisaba. Transcurrieron un par de minutos y Martina, enfundada en una toalla me pidió que pasara pues estaba retrasada, al pasar me dijo que nos íbamos a quedar a cenar con su familia.
Sabía que era un momento trascendente e inevitable. Hasta allí, habíamos salido como pareja muchas veces, nos presentábamos como que “salíamos” pero nunca había entrado a su casa. Era un chalet pequeño, con techo de tejas rojas y paredes blancas. Desde la reja de entrada hasta la puerta de la casa había veinte metros que caminé cuidadosamente. En el umbral, Martina me presentó a la madre, atravesamos una pequeña sala de estar y al entrar al living me llevé la sorpresa de mi vida.
Era un comedor amplio, una mesa con ocho sillas estaba semi preparada para la cena, de hecho un agradable aroma a salsa de tomate venía desde el interior de la casa. En el otro extremo del cuarto, un televisor encendido y sin sonido sintonizaba un noticiero amarillento. La pared opuesta a la entrada era un mural de fotografías, un diploma y escudos. El diploma era de Martina, las fotografías, algunas eran familiares y otras de jugadores y equipos de fútbol con una curiosa y fea camiseta blanca a pequeños listones colorados. El Escudo ya no dejaba lugar a dudas era del Club Atlético Los Andes. Sin embargo no fue esa mi mayor impresión, el diploma, que en la letra chica no podía leerse en la grande y filigranada permitía entender claramente el nombre y apellido: Martina Elisa Fiorito. Mi Martina era la hermana del gordo Fiorito quien me miraba amenazadoramente desde un par de fotografías.
Todavía no había recuperado el aliento cuando, a través de la ventana pude ver que una camioneta cuatro por cuatro color rojo furioso se detuvo en la puerta. Instintivamente miré las tasas, en las mismas un escudo opaco, al cual no era posible notarle el color mostraba rayas y surcos. La puerta trasera tenía un gran manchón color gris oscuro, como de la masilla que se pone en los vehículos tras un choque. Yo sabía que el mismo no se debía precisamente a un accidente. Del vehículo bajó un individuo de aspecto amenazante, y con ánimo de pocos amigos. Entró a la casa, me miró como si no existiera y entró a la cocina para saludar a la madre.
-¿Ese quien es?, preguntó sin ningún reparo en que yo lo escuche
-un amigo de Martina, le respondieron.
-Vos sos del Cele, ¿no?
Mi respuesta inevitablemente arrogante – Si, por supuesto.
El pibe que tenía puesta la camiseta de Los Andes, la tomó con sus dos manos y dijo, ¿sabes lo que pasa, cual es la diferencia con ustedes?, Esta para nosotros es una religión. No hay hinchada como la de Lomas y cuando dijo esto, ya no me miraba bien.
El tono se iba a ir de cauce en cualquier momento, mi respuesta iba a ser, a boca de jarro una larga perorata sobre las innumerables ventajas y méritos por ser hincha de Temperley por encima de un equipito como el de ellos, los iba a humillar de tal manera que no iban a tener mas motivos que darme la razón, en otras palabras, la iba a pudrir y me la iba a bancar, Romeo contra Teobaldo y sus secuaces.
Martina leyó mi mente y simplemente dijo: - a mi AC/DC me parece una porquería de gritos pelados y desafinados, dame un compact de Ricardo Arjona o Alejandro Sanz. Esa es la verdadera música no este ruido insoportable que les gusta a ustedes. La forma en que el Gordo miró a su hermana, fue como si la misma acabara de confesarle la peor blasfemia. - ¿y vos que carajo sabes de música nena, por favor? Fue lo mas suave que le dijimos. ¿Estas comparando una guitarrita y un gallego empalagoso con la banda de rock mas poderosa de la historia, estas sorda nena?, atiné a decir yo. Levantamos las voces y todo fue un griterío de insultos y descalificaciones.
Mi Martina, se paró en medio de la habitación. Tenía las mejillas encendidas y la mirada brillante se puso en cuclillas delante del chico que tenía la camiseta de Lomas, - Julián, ¿Cuánto hace que somos amigos?, ¿desde el jardín, quince años, no?, ¿Y no te podes bancar que no me guste la música que te gusta a vos?, ¿me tenes que agredir? ¿no somos mas amigos?. Se paró, se dio vuelta y se puso cara a cara con su hermano ¿y vos Gordo nabo, cuanto nos apoyamos desde que papá no está, cuantos favores nos debemos, cuanto nos necesitamos, ¿soy una pelotuda porque no me gustan los gritos esos?. El Gordo reaccionó igual que Julián bajó la vista avergonzado y abrió la boca como para decir algo y no le salió nada, solo atinó a acariciarle la cabeza a su hermana mientras esta, roja de furia ya derramaba alguna lágrima. Sin embargo todo no terminaba ahí.
Se volvió a poner de pie y se paró delante de mí, ¿y vos, todo lo que me dijiste esta semana es cierto?, ¿sentis de verdad todo eso por mi?, ¿lo seguís sintiendo pese a que soy una sorda que no aprecia tus gustos musicales?, ya las lágrimas le caían por torrentes. – No seas boluda le dije, podemos compartir muchas cosas para estar bien, sin necesidad de estar de acuerdo en todo. La abracé delante de todos, sin pudor.
El Gordo, puso un disco de Arjona y, descubrimos que algunas letras eran interesantes, después pusimos algo mas blusero, que nos gustaba a todos y seguimos hablando de bueyes perdidos.
Me despedí de cada uno de ellos con una palmada en la espalda. Obviamente no nos deseamos suerte, pero quedamos en volver a encontrarnos y charlar sobre el partido. Martina me acompañó hasta la puerta y tuve ganas en ese momento de comenzar a vivir con ella. La amaba con todas mis fuerzas y para esa altura de la noche, todos habíamos decodificado la lección de madurez que habíamos recibido.
Un beso, un abrazo y un te quiero, por primera vez fue la despedida. Realmente lo sentía de esa manera, incluso después que me miró con gesto agresivo y levantando el dedo mayor de una de sus manos me dijo “Mañana les vamos a romper el culo”, mi respuesta fue automática, “quedate tranquila que mañana, papito te consuela, cinco se van a comer” Me guiñó un ojo, apretó un puño y se lo llevó a su corazón. La amé mas que nunca, casi tanto como la amo ahora.
Etiquetas: Cuentos
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