Cuentos Celestes: mayo 2008

Cuentos Celestes

Un sitio donde transmitiremos relatos y cuentos vinculados a nuestro club o simplemente, aunque no tengan nada que ver, otros que nos gusten

domingo, mayo 04, 2008

El Arreglo


Mario insultaba frente al Televisor. Estaba seguro que el horario de comienzo del partido era a las 15:00. Había acomodado todos sus horarios laborales para estar ese martes a esa hora en su casa y al encender el canal 602 se encontró con el inicio del segundo tiempo de un espantoso partido de la “D” Yupanqui – Tristán Suárez. Consultó la grilla de canales y efectivamente, el partido de Temperley con Chicago arrancaba a las 16:00. Volvió a insultar.
Hizo un par de llamados a su trabajo y se aseguró estar disponible una hora más. Podía haber visto el partido en la computadora de su oficina pero, no era lo mismo. Desde muy chico veía los partidos con la camiseta Celeste puesta y era algo incómodo por distintas circunstancias que lo vieran con ella en el trabajo. Era un partido importante, el Celeste, que había arrancado mal en el torneo, recibía a Chicago, uno de los punteros.
Cerró los ojos y recordó, las tribunas desbordantes en Mataderos, la euforia en el Beranger, las cargadas, el cantito: “Almirante, Moron y Mataderos a todos los del Cele..”. Grandes épocas. Aprovechó para ir a la cocina a buscar algo para beber. A la pasada se vio en el espejo del pasillo. Medio pelado, gordo, cincuentón largo quedaba algo ridículo con la camiseta que, incluso le quedaba algo chica. No le importó. Un rito, era un rito.
El partido fue parejo, sin demasiadas emociones. Como siempre, tras una llegada de alguno de los dos equipos, los sonidistas de la TV pasaban esas ridículas grabaciones de hinchadas haciendo onomatopeyas. Mario las odiaba pues eran artificiales y en la mayoría de los casos a destiempo. Una Verdadera hinchada sabría el momento exacto cuando gritar, cuando insultar al referee, cuando alentar o cuando pedir “mas huevo” a su propio equipo. Los estúpidos de los sonidistas nunca acertaban pues nunca habían pisado una tribuna.
Pese a todo, recordaba los primeros años desde la prohibición de asistencia a las canchas que transmitían los partidos sin sonido de fondo. Se escuchaban solo los gritos de los jugadores y el anodino relato de los periodistas. Mucha gente dejó de ver fútbol por ese motivo y canceló sus suscripciones. Mal negocio para la televisión. Las grabaciones de fondo fueron anunciadas con bombos y platillos, en el doloroso latiguillo que declamaba “la vuelta del público a las canchas”.
Mario sabía que eso era imposible. Tras quince años a esta altura la medida era irreversible. La gran mayoría de los clubes había tenido que vender sus estadios para solventar sus finanzas. Donde antes estuvieron los estadios más tradicionales del fútbol, hoy había supermercados, playas de estacionamiento o complejos habitacionales. De reojo miró el pedazo de cascote celeste que atesoraba como una reliquia pues había pertenecido al glorioso Beranger.
Hoy los partidos se jugaban en canchas cerradas, mas semejantes a un estudio de televisión que a un verdadero Estadio de Fútbol. Los directores de tv hacían malabares para evitar televisar las paredes y el cemento.
A poco del final, se escapó un volante Celeste por derecha, lanzó un perfecto centro a la carrera y el “9” de cabeza definió el partido. Mario apretó los puños y ceremoniosamente se besó el escudo de la camiseta. Hacía muchos años que no podía gritar un gol. Al principio lo seguía haciendo, pero comenzó a sentirse algo tonto al saber que ningún jugador lo escuchaba. Cuando comenzaron las grabaciones y los gritos artificiales, dejó de hacerlo.
Salió a la puerta de su casa, con la camiseta todavía puesta. Alejandro, su vecino, escuchó su puerta y salió tras el. No era su amigo. De hecho muchas veces habían discutido por estupideces de árboles linderos, mascotas, siestas y medianeras. Las tonterías habituales por las que los vecinos se pelean. Era un tipo grandote mas o menos de su edad, con ojos endurecidos por las desgracias personales, y algo soberbio. Tenía muy poco en común con el, y no lo apreciaba demasiado, pero era costumbre que tras cada partido de Temperley salieran afuera a comentarlo. Los dos eran fanáticos.
- ¿Se complicó un poco al final, vio? Arrancó Alejandro
- Si. El cinco de ellos es buen jugador, nos manejó la pelota…

Siguieron hablando durante largos minutos hasta que llegaron al tema recurrente.
- Si. Pero ahora no es lo mismo.. Se disfruta menos.
- Es todo mucho mas frío..
- Por eso, ¿vio que los chicos menores de veinte casi ni miran fútbol?, solo los viejos lo hacemos.
Alejandro hizo un silencio. Mario pensó que, como otras veces, casi sin despedirse, iba a dar media vuelta y se iba a meter dentro de su casa.
- Mire, hace un tiempo que me está dando vueltas una idea. Mi hermano trabaja en el hospital con el petiso Martínez, ¿lo conoce?

Como no conocerlo a Martínez! pensó Mario. Si de chicos se habían agarrado a trompadas veinte veces.. Uno de los pocos fanáticos declarados de Los Andes en el barrio. Tras cada clásico se buscaban donde estuvieran para torearse. Hacía muchos años que no lo veía, sabía que se había recibido de médico y que trabajaba en un par de sanatorios de prestigio.

- El jueves que viene es el clásico y cargada va, cargada viene, mi hermano le propuso a Martínez que veamos el partido, en una casa, todos juntos… ¿Se anima a venir?
Mario se quedó sin habla. ¿Ver el partido con un hincha de Los Andes?, ¿Para que?. Si hacía años que los partidos le gustaba verlos solo. Sin embargo, algo en la idea le causó una extraño cosquilleo que no sentía en mucho tiempo. Atinó a preguntar
- ¿Pero vamos a ser tres con El?, lo vamos a cargar hasta que explote..
- No. El arreglo es el siguiente.. Seis de Temperley y Seis de Los Andes, en lo de mi Hermano. Ayer me llamaron que un amigo no puede venir, y yo pensé en Ud. que como nosotros es de la vieja guardia.
Mario, no pensó la respuesta, salió espontánea.
- Cuando el petiso me vea, se va a querer morir.

Jueves a las 12 del mediodía, hora fijada para el Clásico. Caminó las seis cuadras que lo separaban de la casa de Marcelo, el hermano de Alejandro, con su camiseta puesta, una banderita del último ascenso, y un gorrito de cancha en el bolsillo de atrás del pantalón. El corazón le latía con fuerza. Tocó el timbre y Marcelo, todo vestido de Celeste, lo recibió con un apretón de manos y una amplia sonrisa.
- Sos uno de los primeros en llegar

Caminaron por un largo pasillo atravesando puertas y esquivando juguetes infantiles desparramados por el piso. En el fondo de la casa, en un garage una pantalla gigante, de mas de 80 pulgadas asomaba en el fondo. A cada costado dos grupos de sillas, sofas y sillones en forma casi simétrica apuntaban a la pantalla y quedaban una enfrente de la otra. A la derecha, Alejandro junto a otro hombre de su misma edad, cuchicheaban preocupados. Enfrente a ellos en el otro grupo de sillas un tipo petiso, nudoso con ojos desconfiados, vestido con el despreciable para Mario “pijama” a rayitas rojo y blanco miraba la hora nervioso. Lo vio entrar y el reconocimiento fue inmediato. Sin saludos, silencio y desafío.
Poco a poco comenzaron a llegar todos, eran seis de cada lado, todos cincuentones. Mario estaba nervioso y ansioso. Sentía las manos transpiradas y la inquietud lo carcomía. El locutor comenzó a dar las formaciones de los equipo y empezaron las estúpidas grabaciones de hinchadas artificiales. Marcelo, tomó el control remoto y le quitó el sonido.
El partido comenzó parejo pero a poco de iniciado, se escapó el “11” chiquitito y hábil de los milrayitas y abrió el marcador. En la tribuna de enfrente la explosión fue inmediata. El grito de gol lo alargaron hasta el infinito. Tras el mismo comenzaron los cantitos.
“ Que nacieron hijos nuestros, hijos nuestros morirán..”
Un hombre muy mayor, al cual Mario sabía que conocía pero no lograba sacar de donde, comenzó en la tribuna Celeste: “no pasa nada, al Cele lo queremos en las buenas y en las malas” Todos los siguieron.
Cuando Los Andes tocaba cuatro o cinco veces la pelota, arreciaba el “ooole. Oole” de enfrente. Hasta en un momento cantaron el amenazante “ borombon los esperamos en la estación”
Penal para Los Andes. Mario no quería ver para la tribuna de enfrente. Rezaba en silencio. La pelota besa el palo y se va afuera. Vamos! Gritaron los seis casi al unísono. Los jugadores se motivaron con esto. Gracias al aliento de su hinchada, comenzaron a llevarse por delante al rival, corner tras corner. Los defensores de Lomas pedían la hora y rechazaban a cualquier parte. La hinchada de Los Andes ya no alentaba, esperaba nerviosa el final para alentar.
El árbitro dio tres minutos de descuento. El partido ya terminaba un centro llovido, casi sin esperanza del “4” Celeste es rechazado de cabeza hacia la media luna del área, allí el “5” de Temperley toma la pelota de aire, y con una hermosa volea la clava en un ángulo.
El grito fue un rugido del alma contenido por muchos años. Mario sentía como si sus cuerdas vocales fueran a salirse hacia fuera, pero seguía gritando y abrazándose con sus compañeros de tribuna.
El final del partido fue con aliento de las dos tribunas y una despedida acorde a cada uno de los equipos que, conciente, o inconcientemente saludaron mirando de frente a sus parcialidades con los brazos en alto.
Mario sentía un nudo en la garganta. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos temblaban. La emoción lo embargaba a un extremo que no lograba recordar. Levantó la vista y vio, al Petiso Martinez, lagrimeando como El y aferrando en una mano un arrugado banderín rojo y blanco.
Marcelo trajo una picada con cerveza y maní que comieron los doce casi en silencio. Se fueron de a uno, saludándose como amigos de toda la vida y prometiendo encontrarse en el próximo clásico.
Cuando estaba saliendo, Alejandro, con los ojos todavía enrojecidos lo tomó de un brazo y le dijo.
- Tengo un conocido de Caseros con el que estamos organizando algo parecido y el lunes a la mañana jugamos con Estudiantes, ¿Se prende?
Mario sin dudarlo respondió
- Cuenten conmigo.
Mientras caminaba a paso firme canturreaba las canciones de cancha con una sonrisa. Se sentía veinte años mas joven. Alegría por la experiencia que había vivido, pero mucha mas por haber tomado conciencia que el mundo iba a seguir produciendo estúpidos que quisieran matar los sentimientos de la gente pero siempre, de algún modo extraño u oculto estos iban a aflorar. Mal que les pese.
No es posible tapar el sol con un dedo, solo se oculta desde la obtusa perspectiva del idiota que lo intenta.

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